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Mitos y Leyendas

Leyenda de Mexico: La Calle de Don Juan Manuel

20 diciembre, 2007 by admin

Leyenda de la época colonial de un asesino en serie llamado Don Juan Manuel, quien motivado por celos absurdos y obedeciendo consejos del Diablo acostumbró a matar, sin que nadie lo descubriera, al primer peatón que viera pasar por la calle de su hogar a las once de la noche en punto, con la esperanza de asesinar al supuesto amante de su esposa.

 

Sin embargo, un día asesinó a un sobrino que quería mucho por no identificarle antes de atacarlo, muy triste y con remordimientos, acudió a un convento franciscano para confesarse con un sacerdote, quien le impuso de penitencia rezar un rosario diario a los pies de la horca de la localidad a las once de la noche en punto durante 3 noches consecutivas.

 

Don Juan Manuel, apenas pudo rezar uno que no completó en dos noches por escuchar y ver hechos sobrenaturales que auguraban su muerte y lo enmudecieron de terror. El sacerdote le pidió que al menos completara ese rosario en la tercera noche para absolverlo de sus pecados.

 

Estando otra vez a los pies de la horca a la misma hora de la tercera noche, nadie sabe lo que sucedió, pero a la mañana siguiente el cadáver de Don Juan Manuel apareció ahorcado. Se rumoró que lo hicieron los ángeles, pero también que lo hizo el Diablo. Aunque según otro rumor, no murió sino ingresó a la orden franciscana. Sin embargo, después de los asesinatos la gente temía andar por la calle de su casa a las once de la noche.

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La leyenda de Yuracmayo

13 abril, 2007 by Elipio Luis Apolinario Moleros

El origen de Yuracmayo

Hacía muchísimo tiempo atrás que nuestra albariza tierra andina de Yuracmayo sufría de una intensa sequía, donde todo era seco; y un vasto y extenso manto de color marrón, moteado con amarrillo —hierbas secas— cubría la superficie terrestre, era el Valle Seco que así se le denominaba aquel infecundo lugar, que al pie de la cordillera estaba.Seco la quebrada, seco los cerros, seco la tierra, en fin todo el valle era seco y desolado.
 
No había pájaro alguno que cantase al amanecer, ni animal que deambulase feliz por aquellos desérticos parajes, ni planta que pudiera sostenerse en esta pobre tierra, porque la vida no existía ya en Valle Seco. Solamente había  soledad, melancolía y desdicha.¿Qué había pasado en Valle Seco? Los antiguos pobladores no usaban racionalmente el agua de una laguna, ubicado bajo los picos elevados de la cordillera, sobre los elevadísimos cerros de Yuracmayo;  y en las que sus aguas vertían hacia una quebrada en medio de dos cerros formando un río. Y éstos que vivían al pie de un enorme cerro, en forma piramidal, formaban un hermoso valle con casitas rústicas construidas a base de barro y piedra.
 
Los yuracmayinos ramificaban las aguas de este río a través de largos canales de regadío que enverdecía todo el accidentado terruño. La gente ensuciaba el agua ya defecando en sus orillas, ya arrojando la basura u otras veces pescaban truchas con barbasco —planta venenosa oriunda de la selva—, muriendo los peces chicos, medianos y grandes del río.
 
Nunca se preocuparon por cuidar el único río que de la gran laguna venía hacia sus tierras. Un día vino la diosa Pachamama, convertida en una humilde ancianita vestida de trapos sucios y descalza; atravesando por el centro del pueblo, se dirigió hacia la quebrada a beber un poco de agua, y así calmar su sed que tenía como consecuencia del largo trajinar que había hecho; pero al llegar a la orilla, vio a unos hombres que sacaban gran cantidad de truchas muertas, que en aguas arriba habían vertido raíces molidas de barbasco. No podía tomar el agua, y montando en cólera de aquella brutal forma de pescar, lanzó una maldición a todo el pueblo.
 
Fue entonces, donde empezó a intensificarse los rayos del sol, y a derretirse toda la nieve que en la cordillera había y que desembocaba en la única laguna, alimentando desmedidamente el nivel de sus aguas; no resistiendo el embalse, se desprendió una gran parte de la laguna, arrastrando consigo enormes piedras y gran cantidad de lodo por toda la quebrada ensanchándola, hasta no quedar una sola gota de agua. El cielo presentaba un intenso azul sin nubes, y todo el valle se calentaba.
 
No había viento para oxigenar a las plantas del sofocante calor, que se marchitaban secándose expuestos al sol. Todo el caudal del río blanco y espumoso iba disminuyéndose rápidamente hasta desecarse por completo en unas cuantas semanas. Morían los animales por falta de hierbas verdes para alimentarse y de la falta de agua para beber. Las aves huían precipitadamente del infierno que amenazaba con extenderse en aquel maldito lugar; y lo único que atinaron hacer, los hombres con sus mujeres, era marcharse en busca de otras tierras, llevándose a sus pequeños hijos. Y se fueron para la selva.  
 
Allí no podían vivir por el sofocante calor,  y sufrían de muchas enfermedades a la piel por las incesantes picaduras de los insectos; también sufrían de enfermedades estomacales por los frutos silvestres que consumían y que no se adecuaban a su dieta; no podían poner en práctica su incipiente trabajo agrícola, ni podían dedicarse a la caza de animales salvajes por la enmarañada y tupida vegetación, porque no contaban con armas ni herramientas apropiadas para tales propósitos.
 
Los ríos eran muy caudalosos y profundos que no les permitían pescar en sus aguas, al no poder acondicionarse a esta forma salvaje de vida, los niños más pequeños se morían al enfermarse de hambre, y algunas mujeres morían de tristeza. Entonces, ellos comenzaron a extrañar a su tierra, y lloraron derramando gruesas lágrimas de dolor y tormento.Extrañaban su valle, donde alguna vez había reinado la vida para ellos, acostumbrados a su clima de dos estaciones maravillosas durante el año: el frío invierno de abundante lluvia que era muy propicia para la agricultura y la pesca; el templado verano para la caza y para el barbecho.
 
Cómo añoraban la pesca de truchas de su río, de aguas puras y cristalinas, en la que hacían pequeños pozos, luego drenaban el agua y así atrapaban enormes peces; y si por casualidad encontraban pequeñas truchas, las devolvían inmediatamente al río; pero ésta racional costumbre, lo habían olvidado por el trabajo fácil y ambiciones desmedidas. Ahora pagaban las consecuencias por haber envenenado las aguas de su río, que también, era conducido por acequias para regar sus chacras de papas, maíces, habas y lechugas.
 
Más arriba, por las alturas sembraban el olluco, la cebada, la mashua y la oca; que se cultivaban en épocas de invierno aprovechando las aguas de la lluvia. Y con las hierbas del campo alimentaban a sus cuyes que en sus casas criaban; el leño les servía como combustible para cocinar sus alimentos, que lo obtenían de los árboles y arbustos del campo. En fin la vida alegre, fresca y libre se ofrecía en ese valle feliz.
 
Nada les faltaba y lo habían perdido todo, por el simple hecho de no haber cuidado las aguas de su único río. Los hombres con sus mujeres y sus pequeños hijos que quedaban, y que lo estaban pasando bastante mal en la selva, decidieron retornar a su tierra, encontrándose muy arrepentidos, y pensando pedirle perdón a la Pachamama. Al regresar a su valle, ascendieron a los altos cerros y se postraron al pie de la cumbre puntiaguda de una gigantesca montaña para ofrendar un poco de coca y aguardiente traída de la selva, y le pidieron perdón a la diosa de la tierra, llorando y cantando al son de una triste muliza —música tarmeña— prometiendo cuidar las aguas de la laguna y del río. Al ver esto, la madre de la tierra se compadeció, y ordenó anublar el cielo.
 
Entonces, los sufridos hombres con sus mujeres y sus hijos, vieron caer finas gotas de lluvia humedeciendo delicadamente sus rostros al mirar el cielo; luego, descendieron hacia sus tierras bailando y cantando en agradecimiento a la Pachamama; ni bien hubieron llegado a sus casas, se oyó retumbar en Valle Seco los truenos y relámpagos; sin asustar a nadie, la tierra cantaba y se alegraba, y el perdón les había sido concedido. La lluvia era incesante, y, sobre la cordillera de Yuracmayo nevaba cubriéndose de blanco, para formarse luego tres hermosas lagunas por encima de los elevadísimos cerros.
 
De una de ellas empezó a chorrear agua hasta hacerse una corriente, y levantando espumas blancas, bajaba a toda prisa, y se estrellaba contra las piedras y rocas que encontraba a su paso; así se abrió su nuevo camino. Este río, en su recorrido, murmura ruidoso advirtiendo a la gente que no lo ensucie ni le arroje basura, ni tóxicos; y los lugareños le llamaron Yuracmayo (que en castellano significa: Río Blanco), de aguas claras, transparentes y burbujeantes.
 
Y Valle Seco, ahora es Yuracmayo, lleno de vida, con campos verdes, pequeños bosques de eucaliptos, con casitas blancas y de gente muy noble; que desde aquél día los pobladores viven tranquilos y felices respirando el aire de libertad, sin la falta de agua;  y cuidando su río para que no tengan que recibir la maldición de la Pachamama.                                                                                  

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La Llorona – Leyenda Mexicana

23 octubre, 2006 by alfonso

Consumada la conquista y poco más o menos a mediados del siglo XVI, los vecinos de la ciudad de México que se recogían en sus casas a la hora de la queda, tocada por las campanas de la primera Catedral; a media noche y principalmente cuando había luna, despertaban espantados al oír en la calle, tristes y prolongadísimos gemidos, lanzados por una mujer a quien afligía, sin duda, honda pena moral o tremendo dolor físico.

Las primeras noches, los vecinos contentábanse con persignarse o santiguarse, que aquellos lúgubres gemidos eran, según ellas, de ánima del otro mundo; pero fueron tantos y repetidos y se prolongaron por tanto tiempo, que algunos osados y despreocupados, quisieron cerciorarse con sus propios ojos qué era aquello; y primero desde las puertas entornadas, de las ventanas o balcones, y enseguida atreviéndose a salir por las calles, lograron ver a la que, en el silencio de las obscuras noches o en aquellas en que la luz pálida y transparente de la luna caía como un manto vaporoso sobre las altas torres, los techos y tejados y las calles, lanzaba agudos y tristísimos gemidos.

Vestía la mujer traje blanquísimo, y blanco y espeso velo cubría su rostro. Con lentos y callados pasos recorría muchas calles de la ciudad dormida, cada noche distintas, aunque sin faltar una sola, a la Plaza Mayor, donde vuelto el velado rostro hacia el oriente, hincada de rodillas, daba el último angustioso y languidísimo lamento; puesta en pie, continuaba con el paso lento y pausado hacia el mismo rumbo, al llegar a orillas del salobre lago, que en ese tiempo penetraba dentro de algunos barrios, como una sombra se desvanecía.

"La hora avanzada de la noche, - dice el Dr. José María Marroquí- el silencio y la soledad de las calles y plazas, el traje, el aire, el pausado andar de aquella mujer misteriosa y, sobre todo, lo penetrante, agudo y prolongado de su gemido, que daba siempre cayendo en tierra de rodillas, formaba un conjunto que aterrorizaba a cuantos la veían y oían, y no pocos de los conquistadores valerosos y esforzados, que habían sido espanto de la misma muerte, quedaban en presencia de aquella mujer, mudos, pálidos y fríos, como de mármol. Los más animosos apenas se atrevían a seguirla a larga distancia, aprovechando la claridad de la luna, sin lograr otra cosa que verla desaparecer en llegando al lago, como si se sumergiera entre las aguas, y no pudiéndose averiguar más de ella, e ignorándose quién era, de dónde venía y a dónde iba, se le dio el nombre de La Llorona."

Tal es en pocas palabras la genuina tradición popular que durante más de tres centurias quedó grabada en la memoria de los habitantes de la ciudad de México y que ha ido borrándose a medida que la sencillez de nuestras costumbres y el candor de la mujer mexicana han ido perdiéndose.

Pero olvidada o casi desaparecida, la conseja de La Llorona es antiquísima y se generalizó en muchos lugares de nuestro país, transformada o asociándola a crímenes pasionales, y aquella vagadora y blanca sombra de mujer, parecía gozar del don de ubicuidad, pues recorría caminos, penetraba por las aldeas, pueblos y ciudades, se hundía en las aguas de los lagos, vadeaba ríos, subía a las cimas en donde se encontraban cruces, para llorar al pie de ellas o se desvanecía al entrar en las grutas o al acercarse a las tapias de un cementerio.

La tradición de La Llorona tiene sus raíces en la mitología de los antiguos mexicanos. Sahagún en su Historia (libro 1º, Cap. IV), habla de la diosa Cihuacoatl, la cual "aparecía muchas veces como una señora compuesta con unosatavíos como se usan en Palacio; decían también que de noche voceaba y bramaba en el aire... Los atavíos con que esta mujer aparecía eran blancos, y los cabellos los tocaba de manera, que tenía como unos cornezuelos cruzados sobre la frente". El mismo Sahagún (Lib. XI), refiere que entre muchos augurios o señales con que se anunció la Conquista de los españoles, el sexto pronóstico fue "que de noche se oyeran voces muchas veces como de una mujer que angustiada y con lloró decía: "¡Oh, hijos míos!, ¿dónde os llevaré para que no os acabeís de perder?".

La tradición es, por consiguiente, remotísima; persistía a la llegada de los castellanos conquistadores y tomada ya la ciudad azteca por ellos y muerta años después doña Marina, o sea la Malinche, contaban que ésta era La Llorona, la cual venía a penar del otro mundo por haber traicionado a los indios de su raza, ayudando a los extranjeros para que los sojuzgasen.

"La Llorona - cuenta D. José María Roa Bárcena -, era a veces una joven enamorada, que había muerto en vísperas de casarse y traía al novio la corona de rosas blancas que no llegó a ceñirse; era otras veces la viuda que veía a llorar a sus tiernos huérfanos; ya la esposa muerta en ausencia del marido a quien venía a traer el ósculo de despedida que no pudo darle en su agonía; ya la desgraciada mujer, vilmente asesinada por el celoso cónyuge, que se aparecía para lamentar su fin desgraciado y protestar su inocencia."

Poco a poco, al través de los tiempos la vieja leyenda mexicana y tradición de La Llorona ha ido, como decíamos, borrándose del recuerdo popular. Sólo queda memoria de ella en los fastos mitológicos de los aztecas, en las páginas de antiguas crónicas, en los pueblecillos lejanos, o en los labios de las viejas abuelitas, que intentan asustar a sus inocentes nietezuelos, diciéndoles: ¡Ahí viene La Llorona!

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