Sostiene San Agustín que el varón, antes de pecar, manejaba su miembro sexual a voluntad, como quien estira un dedo para señalar. Pero detrás del vigor se escondía un pusilánime.
Adán cedió ante la tentación de Eva. No resistió y en vez de adquirir saber y poder -como ambos pretendían- se llenaron de penas. También hubo escarmientos diferenciados. Ella pariría con dolor, él perdería el dominio de su pene. El órgano sexual dejó de obedecer a su voluntad.
Pero desde otra tradición mítica se buscaban paliativos para el castigo. No para el dolor de parto, sino para las fallas en la erección. Cronos discutió con Urano y le rebanó los órganos genitales tirándolos al mar. Ese semen divino engendró a Afrodita, que surgió de las olas para velar sobre el amor y sobre las drogas que estimulan el deseo sexual.
Los afrodisíacos son sustancias que en lugar de ser asimilada como alimento, provocan deseo. Sus virtudes se proclaman en crónicas de culturas remotas, en sátiras de poetas latinos, en registros de herbarios antiguos y medievales, y en protocolos de laboratorios científicos.
Sin entrar en detalles de las comidas y bebidas que, según representantes de las más variadas culturas, enardecen las alicaídas braguetas de los señores. Cuando el imaginario social era mítico, el poder afrodisíaco provenía de la ingestión de algún producto natural; en un ideario tecnocientífico como el nuestro, el antídoto contra la maldición de Adán se compra en la farmacia.
Y no sólo para producir erección ante la impotencia del deseo (viagra). Se está generando un fármaco que además de durezas producirá deseo. Algo inquietante palpita en esta nueva conquista química ¿estará anunciando el fin de la seducción?
Autor: Esther Díaz
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